Quisiera comenzar estos comentarios y reflexiones lanzando una pregunta, para meditar previamente en su respuesta: ¿El hecho de tener más hijos consuela o mitiga el dolor por la pérdida de uno solo de ellos? Es una pregunta formulada sin ninguna clase de frivolidad, ¡cómo frivolizar con algo así! Y que se contesta desde el corazón. Ya en otra ocasión señalé que, al explicar la figura retórica de la paradoja, les digo a mis alumnos que también se dan paradojas en la vida, y tal vez la mayor de todas ellas es la muerte de un niño. Algo que, por desgracia, sucede a diario, pero que aun con todo nos resulta muy, muy difícil de asimilar. Y en cuanto a la pregunta inicial, ni siquiera hace falta ser padre para poder responderla, aunque si lo eres... Yo lo soy, y el mero hecho de imaginármelo, que perdiese a una de mis hijas, me produce escalofríos. Y ni siquiera tiene por qué ser niño, la pregunta es sencilla, ¿hay consuelo en la muerte de un hijo? ¿Tener más hijos es un consuelo?
Subo hoy para hacer algunas reflexiones sobre textos bíblicos de una manera extra-marco. Tomo de la Biblia textos y hago apreciaciones; no son meditaciones, ni estudios, ni quieren demostrar nada. Son extra-marco porque me salgo de todos los marcos convencionales que rodean a estos textos: su contextualización cultural y cronológica (aunque esto ya veremos que no tanto), la enseñanza religiosa, espiritual, moral o doctrinal que se supone o se interpreta que tienen, así como su intención. Me salgo de todos esos marcos, con mi cristianismo evangélico residual un tanto de sustrato, y traigo algunos pensamientos tanto del libro de Job como de la parábola del hijo pródigo, con varias ideas previas: la de no ser innecesariamente extenso, la de situarme simplemente como lector frente a texto y la de plasmar impresiones, bastante personales, sin ponerme limitaciones, ni racionales ni emotivas. Así de simple.
Lo de no extenderme significa no dar demasiados datos eruditos o traer aquí lo que de todos es sabido o lo ya más que dicho. Y voy a empezar por Job, por lo que más me ha chocado siempre de este libro, que es su final y cómo se interpreta. Para mí no es un libro cualquiera y, a decir verdad, es bastante singular en la Biblia. Se sitúa en época premosaica, es decir, aquí ni hay Ley ni pueblo hebreo. Sin entrar a discutir la fecha de su composición, que se sitúa en diferentes tramos temporales según los estudiosos, yo lo considero el más antiguo, porque, aunque tu Biblia de estudio no te lo diga por ninguna parte, no se escribe ex nihilo, bebe de fuentes, por así decir, mesopotámicas, solo que en esas fuentes, en lugar de Jehová, aparecen otros dioses. No me quiero enredar aquí con eso porque no es mi propósito, yo voy a tomar el libro de Job tal cual, tal y como aparece en nuestras Biblias. Lo que sí dejo apuntado es algo ya sabido, mi vínculo emocional con este libro, que tantas veces menciono. Como Dámaso Alonso a Góngora es para mí S. Stuart Park a Job, y tampoco es un secreto que tanto su In memoriam como su Desde el torbellino me han parecido siempre obras deliciosas y profundas en sí mismas, por más que sean meditaciones del libro de Job, y en el caso del último, Desde el torbellino (Editorial Andamio), pues han estado por años y años en la base de mis meditaciones bíblicas diarias, y me acompañó muy especialmente en cierto momento bastante duro de mi vida.
Pero bueno, yendo al grano, tengo que decir que su final siempre me ha dejado un tanto perplejo. Aunque, a decir verdad, no tanto su final como lo que se dice o sugiere de él y también lo que se predica de él, de ese final, que realmente, en su expresión, es bastante neutro en lo que a emociones se refiere, porque el texto (42:10-17) se limita a decir que, una vez que hubo orado por sus amigos, Dios le restituye lo perdido muy multiplicado: le da una vida muy larga, sus bienes se hacen el doble de lo que perdió, sus allegados al fin le tienen en cuenta y se conduelen, y vuelve a tener una familia amplia, con muchos hijos. Así sin más. Bien: después de tanto sufrimiento, Dios no solo le devuelve la salud sino que le prolonga muchísimo sus días; Dios no sólo le saca de la pobreza, sino que viene a ser más rico que antes; Dios no sólo le promueve a volver a tener familia (hijos), sino que son muchos (diez), y sus tres hijas hermosísimas; Dios no sólo le saca del señalamiento y aislamiento social y moral, sino que levanta su cabeza hasta ponerlo de nuevo en alto desde esos dos puntos de vista. Mi problema con ese final, objetivamente muy feliz, es más bien lo que se dice de él y cómo se quiere interpretar y asimismo se nos trae a la mente, pasando por alto un puntito clave que es el punto de vista humano. Esa imagen de un Job nuevamente feliz, quizá con una sonrisa de oreja a oreja y más contento que unas castañuelas que se nos vende es absolutamente inhumano, a mi parecer, y obvia descaradamente las profundas cicatrices de su ser, no es posible el consuelo al cien por cien, y da igual la época, ¿No lloró David por su hijo Absalón? La época de David sigue siendo remota para nosotros, tal vez este ejemplo nos ayude a entender que hay cuestiones humanas que atraviesan todas las épocas, no son fruto de la modernidad. Jacob tenía más hijos y la pérdida de José, bien que era su favorito, era de Raquel, le dura hasta la vejez, y el hombre tenía más hijos, y es otra época remota para nosotros. ¿Qué puedo decir? Vamos a ver, después de todo lo que le pasa, mejor así, restituido en todo lo material y social y, además, con su vida rehecha, por decirlo en términos actuales, tanto de pareja como de familia. Pero, aun con todo, no puedo salir de mi pasmo más absoluto por la moto que muchos venden de que ese final es super feliz. Nosotros conocemos a la mujer de Job traicionándole y despreciándole en su ruina, es imposible tener buena imagen de ella: le abandona cuando más la necesitaba, cuando Job ya no puede ser su varón protector y proveedor. Pero, a pesar de todo, nada sabemos de sus largos años de convivencia, del amor que tal vez Job hubiera tenido por ella, incluso en su época con sus roles y su mentalidad, son muchos años, sus hijos eran mayores, y si la amaba, este hombre que nunca miró a una joven para codiciarla, ¡cuánto más le dolería su abandono! ¿La echaría de menos después de su tormento? ¿Ningún cristiano se lo quiere preguntar, preferimos quedarnos con el juicio a su traición final? ¿Ningún cristiano se da a pensar que, tras todo, lo mismo Job se acordara de ella igual con resentimiento que con anhelo de todos sus años de juventud con aquella que, dicen, era su sola carne? Job tenía hijos e hijas, y murieron todos de golpe aplastados por el derrumbamiento de la casa donde estaban por un tremendo viento que vino del desierto (1: 18, 19). Los amaba, los amaba tanto... Eran jóvenes. Y hacían lo que hacen los jóvenes, vivir su juventud, ¿te suena?, jóvenes privilegiados de padre rico, hacían banquetes por turnos. Job los amaba tanto que ofrecía holocaustos por ellos por la mañana, no fuera a ser que la noche antes, con sus cosas de jóvenes que se divierten, nada nuevo bajo el sol, hubieran pecado. Pero eso, ¿realmente lo interpretas con que eran disolutos, pecadores, viciosos, tanto como para que se merecieran una muerte así? Porque a veces da la impresión de que interpretas eso, en tu mojigatería, y ahí, lo siento, eres tú quien se sale del marco. ¿Tan débil patriarca era Job que no era capaz de mantener cierta disciplina en sus hijos, si es que tan pecadores eran? Ese viento del desierto no fue un castigo a ellos, ya lo sabemos por el propio texto, estaba dirigido contra Job, su objetivo era hacerle daño, a Job, no castigar a sus hijos, no te confundas, igual que el fuego de Dios arrasó ganado y asalariados. Y el daño, ¿cuál fue? ¿Simplemente que se quedó sin descendencia que perpetuase su estirpe, que difundiese sus genes, o le dolió también porque, ¡oh, sorpresa!, amaba a sus hijos, a esos hijos? ¿Piensas que sus siete hijos y tres hijas de después le hicieron a Job olvidarse de estos primeros? ¿En serio? ¿No se acordaría de ellos a pesar de los otros, no lloraría después, una vez restituido de todo? ¿En serio? El final de Job es el más feliz posible, bien, de todas sus posibilidades, una vez sufrido el daño, era el mejor, era impensable mientras sufría. Pero eso no lo hace un final feliz. Serás muy buen cristiano, pero un tanto inhumano si verdaderamente piensas que ahí ya está, ya tenemos a Job campante de dicha de nuevo, y aun mejor. Frío, inhumano y sin una mínima dosis de realismo. Después del acuciante dolor a Job le espera la restitución mezclada con la amargura de la melancolía. Hasta el final de sus días. Sin duda.
La parábola del hijo pródigo (Lc. 15: 11-32) va por otro lado, desde luego. Más que nada, porque se nos presenta como tal, como parábola, y ya sé que lo que voy a hacer lo obvia, ya sé que una parábola es una alegoría, una historia de metáforas relacionadas que pretenden transmitir una enseñanza, no es necesario que me lo recuerdes, ya lo sé, y que forma una trilogía con la de la oveja perdida y la moneda perdida, si aquí todo es que algo que se había perdido se recupera, exponiendo así la gracia de Dios, que pueden volver a él los que están lejos de Él, lo mismo a un nivel grupal (los perdidos de Israel vuelven a ser parte del pueblo escogido, los gentiles pasan a tener la posibilidad de entrar en el Reino, ...) como individual, y también para mí esta parábola en su momento fue un consuelo, saber que Dios, Jesús, me recibe con los brazos abiertos si me he apartado o dado al pecado y luego, arrepentido, me vuelvo a Él: el excluido, o autoexcluido, vuelve a ser acogido, y también restituido en dignidad, como Job. Pero no deja de ser un texto, con muchos detalles, que tomar de base para hacer otras reflexiones si se quiere, sin pretender dar otras interpretaciones de esta historia como enseñanza, sino simplemente partiendo de ella. Y, de casualidad, me ha venido, a la radio, a la mente y a YouTube, sin buscarla, una canción muy célebre de Simon & Garfunkel, The boxer. Una canción triste por su melodía, melancoliquísima, y más si no sabes inglés o no quieres saberlo mientras la escuchas. Pero de tanto martillearme, curioseé su letra y su traducción, y alguien muy querido después me insistió en volver a la letra, y ahora no dejo de pensar en que se trata de una recreación de la parábola del hijo pródigo, pero con matices. Y lo es, en amplio sentido: un muchacho abandona su hogar para hacer su vida en Nueva York, lo pasa mal y también se lo pasa bien. Va a barrios chungos buscando lo que se busca allí, esos "placeres de la pobreza" que decía Héroes del Silencio, no se te especifican porque la canción es poesía, pero podría ser fácil imaginarlos: ¿juego, alcohol, drogas, desmadres, peleas? Y, sin embargo, la canción, cantada en primera persona, de forma autobiográfica, es triste, en el fondo cuenta penalidades. Uno de los placeres más profundos pudiera ser la independencia de quien quiere hacer su vida, quién sabe si con ilusiones de gloria, de conseguir algo diferente y mejor a lo que tenía en casa. Las prostitutas de la Séptima Avenida le llaman al pasar, y él confiesa que, durante un tiempo, consuela su soledad con ellas, la soledad... Y la vida es dura en Nueva York: no consigue trabajo, pasa tanto frío... Así que se va: decide regresar a casa, vuelve al hogar. El hogar de la familia que dejó, o tal vez, metafóricamente, dejarse de esas pretensiones y buscar en serio la estabilidad, la cabeza sobre los hombros. Bueno, en principio, irse de Nueva York y volver a casa, literal o metafóricamente, como quieras. No me digas que no tiene paralelismos con la parábola del hijo pródigo, ¿eh? Pero esta canción tiene un detalle que la parábola no, la imagen del boxeador. Al irse en su regreso, ve a un boxeador, con todas las marcas y cicatrices de cada vez que lo han tumbado. Y se produce la identificación. Él está harto y regresa, ¡bien!, pero... le quedan las marcas del luchador, nunca se irán. Le iría mal todo, habría sido un error, pero él luchó, intentó algo diferente, un sueño, un modo de vida... Las cicatrices de los golpes de su lucha nunca se irán, quedan ahí. Y se le puede dar igual una interpretación positiva como negativa. Será el recuerdo de que luchó por sus sueños que luego se torcieron y no se lograron, por su vanidad, exceso de confianza, malas conductas, o creerse ingenuamente lo que no había, o mala suerte, o el recuerdo de esos placeres y modo de vida, quedan ahí. Tal vez se case, y sea un tipo decente y ame mucho a su esposa, pero sabe lo que es estar con las de la Séptima, ¿se le va a olvidar? ¡Claro que no! ¿Nos podríamos preguntar por qué el hijo pródigo le pide a su padre la parte de la herencia que le corresponde y se va? Desde luego, fue una insensatez. Se fue lejos de los que lo amaban, dilapidó en placeres el dinero y luego le vinieron mal dadas. Entonces se da cuenta de que estaba mejor con su padre, en su casa. Yo me imagino a este chico pensando que en su casa nada más que había obligaciones, que le coartaban, que le cortaban sus alas, estaría fastidiado y se le ocurrió una insensata idea "genial", otra cosita típica de los jóvenes y no tan jóvenes. Tal y como se cuenta en esta parábola, sin querer irse al mensaje que trae, yo lo veo así sin ninguna duda. Por eso vuelve avergonzado. Y su padre, ¡que lo ama tanto!, porque los padres aman a sus hijos, a cada uno, no ve al desgraciado que le ofendió, al vanidoso que se marchó y ahí se las den todas, ve a su hijo y lo vuelve a poner en su lugar, el de su hijo, para frustración del otro hijo que, obediente, se aguantó y se fastidió en su obediencia con lo que su hermano no quiso soportar, y le hizo fiesta. Y como el de la canción, ahora el perdido que ha vuelto ve que es mejor el orden de su casa, de su hogar, esa estabilidad, pero tiene cicatrices. La buena vida que se pegó a tutiplén y lo mal pero mal que lo pasó después quedan en él para siempre como parte de su experiencia vital. No lo hará más, seguro, ha aprendido la lección y ha tenido mucha suerte, la misma que Job, de que la cosa haya acabado así, nadie culparía a su padre si ahora no le hubiese querido acoger. Pero tiene una experiencia que no tuvo su hermano, y las cicatrices del boxeador derrotado.
Y, aparte de todo esto, tampoco sé a cuento de qué vienen esas celebraciones tan irrespetuosas cuando alguien que ha tenido problemas gravísimos decide acudir a una iglesia, esa ingenuidad que roza la mala educación y la falta de sensibilidad de algunos, de celebrar como si tu equipo hubiera ganado la Champions cuando alguien muy tocado escucha tu llamado y se debate en dudas y dificultades y va a tu congregación. Hay mucho que sanar ahí, cosas que tú ni por asomo entiendes, y un largo proceso: ¿estarás con él todo el tiempo, sin juzgar, siendo apoyo? Espero que, al menos, eso sí.