
LA TRISTEZA DE DECEPCIONAR
El que encubre sus pecados no prosperará;
Mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia.
Proverbios 28:13
Es sorprendente el liderazgo seguro, el poder y la confianza de Pedro en el principio de Hechos de los Apóstoles. De palabra y en actos. No solo ante el pueblo, sino incluso ante los gobernantes este pescador galileo es capaz de decir cosas así, en Hechos 4:
8. Entonces Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo: Gobernantes del pueblo, y ancianos de Israel:
9. Puesto que hoy se nos interroga acerca del beneficio hecho a un hombre enfermo, de qué manera éste haya sido sanado,
10. sea notorio a todos vosotros, y a todo el pueblo de Israel, que en el nombre de Jesucristo de Nazaret, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de los muertos, por él este hombre está en vuestra presencia sano.
11. Este Jesús es la piedra reprobada por vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángulo.
12. Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.
Aparte del Evangelio resumido en ese potente versículo 12, y de maravillarnos con el contenido de su discurso y del valor de Pedro al dirigirse así a estos gobernantes, no puedo dejar de pensar que hacía bien poco que Pedro había negado por tres veces a Jesús y había llorado amargamente por ello. Es cierto que luego Jesús resucitado estuvo con él y le encomendó una gran misión, que desde luego lleva a cabo, pero por un tiempo no pude dejar de pensar en que a mí mismo, y sin querer compararme con él en absoluto, esa negación y ese llanto me habrían hundido emocionalmente; pensaría siempre muy mal de mí, sintiéndome indigno. Obviamente, esta experiencia sería inolvidable para Simón, pero lo que quiero decir es que yo, en algo así, y de muchísimo menos rango, me sentiría tan abrumado que me autoanularía para servir a Dios, por el sentimiento de culpa e indignidad. ¿No es esto contraproducente? ¿Lo has sentido alguna vez, o incluso eres propenso a ello como yo? ¿Seríamos capaces, sabiéndonos perdonados, de volver con energía y gozo a la tarea que Dios nos encomienda, o nos autoanulamos, nos bloqueamos y nos quedamos en parálisis?
Causar tristeza causa tristeza, si te reprenden otros o tu misma conciencia. La decepción a otros se transforma, como por rebote, en una tremenda decepción con uno mismo que a la postre puede resultar una losa en el corazón, y provocar diferentes reacciones.
Cuando somos conscientes de que hemos cometido un acto puntual que daña a otros, o bien que tenemos una actitud reprensible o cultivamos un hábito nocivo o tóxico, el hecho de darnos cuenta de ello (algo muy importante, por cierto), moviliza a nuestra conciencia, que da la voz de alarma para que se articulen mecanismos de cambio.
La CONCIENCIA no es un sentimiento, pero tiene vinculados algunos, uno de los cuales es aquel que la Psicología llama DISONANCIA COGNITIVA. Se trata de una sensación bastante desagradable fruto de la incoherencia, un choque contradictorio, generalmente entre lo que pensamos y lo que hacemos. Esto se ilustra fácilmente en, por ejemplo, la persona que sabe que fumar es malo y fuma, o el que está con sobrepeso, se pone a dieta y se come un pastel. En esos casos, como en muchos otros, algo en nuestro ser nos incomoda: estamos siendo incoherentes entre lo que sabemos o creemos y lo que hacemos, y eso parece ser un problema. También aparece la disonancia cognitiva si albergamos dos pensamientos o convicciones que se oponen, como estar en contra del negocio del fútbol y ser socio y seguidor radical de un equipo, pongamos por caso. En Corinto a algunos hermanos les pasaba esto con respecto a comer carne sacrificada a los ídolos. Y asimismo puede aparecer este sentimiento de incoherencia entre un pensamiento con sus actos consecuentes y un parámetro o norma que deseamos seguir.
Igual que el miedo, la disonancia cognitiva aparece y nos resulta desagradable para que nos movilicemos de modo que desaparezca, y así nos quedemos tranquilos. En ese caso, hay varias maneras de arreglar este problema de la disonancia cognitiva, de hacer que desaparezca. Una de ellas, en general la más fácil y en muchas ocasiones la más acertada, es modificar el pensamiento para justificar el acto, dejándolo de considerar malo o contradictorio. Entonces es cuando, pongamos por caso, el fumador se convence a sí mismo de que fumar no es malo, e incluso de que tiene ventajas: calma los nervios, hace que piense mejor o cosas por el estilo. En este caso del fumador, vemos que haciendo esto se arregla su disonancia cognitiva... ¡pero no su problema real! Porque fumar sigue siendo perjudicial, piense lo que piense. Muchas veces los psicólogos nos van a aconsejar obrar así, y tendrán razón. Especialmente cuando se trata de cosas muy subjetivas, nimias y obsesivas. Por ejemplo, si me produce gran inquietud no haber dedicado una o dos horas a la lectura y se me pasa un día y otro sin leer ningún libro, y eso me produce ansiedad, probablemente lo mejor sea asumir que el día a día no me permite ese nivel de lectura y que ya tendré ocasión de leer en otro periodo; o no haber llamado por teléfono a alguien, o no tener la casa limpia hasta el último rincón, ... Cosas así. A veces a los creyentes nos cuesta disfrutar de un estupendo domingo en el que, por algún motivo, no hemos ido a la iglesia. Y, al final, ni hemos asistido a la reunión, ni hemos disfrutado del domingo. Y Dios tiene unas normas muy estrictas que deben obedecerse y respetarse con temor, pero al mismo tiempo nos conoce y tiene en cuenta nuestras circunstancias humanas. El ejemplo claro de esto está en Levítico 10. Aquí, Nadab y Abiú, hijos de Aarón, pagaron con su vida el ofrecer a Dios un incienso de una composición distinta a la que Él acababa de establecer. La norma era clara y, al transgredirse, un fuego los consumió de inmediato. Este error tal vez pueda haberse debido a que estaban ebrios (cf. Lv. 10: 8-11). En todo caso, lo que se resalta aquí es que las cosas dichas directamente por Dios deben respetarse y mucho más si uno ha sido constituido sacerdote o ministro suyo. Tenemos más ejemplos de este tipo, como el que murió ipso facto por tocar el arca o aquel al que apedrearon por recoger leña en día de reposo. Pero, al mismo tiempo, en este mismo capítulo de Levítico 10 vemos cómo el mismo Aarón vuelve a transgredir una norma directa de parte de Dios (la ley de comer cosas santas). Aarón no comió como debía, y Moisés se enojó mucho con él, como es lógico. Pero Aarón a continuación argumenta: es verdad, hemos ofrecido expiación y holocausto, pero yo he perdido a dos de mis hijos, ¿le agradará a Dios que coma así, con esta pena? (parafraseo el v. 19). Y Moisés se dio por satisfecho de esta respuesta. Y nada le pasó a Aarón. En el Nuevo Testamento tenemos el correlato claro en boca de Jesús, en respuesta a aquellos que se escandalizaban de que sus discípulos hicieran cosas muy justificadas en día de reposo (Mt. 12: 1-8). No nos confundamos: Dios es un Dios que debe ser temido en gran manera, y es un Dios de orden, pero no es un Dios que no se pueda compadecer de nosotros, ni es un Dios de dogmas fríos y aplicables de manera automática. Hasta la propia Palabra de Dios puede usarse para hacer el mal, mucho cuidado. No me extiendo más con esta digresión, ya hablaremos de esto en otra ocasión; volvamos a nuestro tema principal, la disonancia cognitiva.

Es cierto, a veces modificar el pensamiento es la opción más sana. ¡Cuánto le costó a Pedro comer alimentos declarados inmundos, entrar en casa de Cornelio! Dios le tuvo que preparar previamente, trabajando su conciencia, sus creencias, su pensamiento, no solo para que pudiera predicar en casa de este gentil, sino para que después no se sintiera mal por ello. Pedro se defenderá muy bien, y muy tranquilo, cuando otros hermanos judíos le pidan explicación por ello. Pero en muchas otras ocasiones esta solución no será más que una excusa: elimina el sentimiento pero no arregla el problema. Y puede tener consecuencias muy graves, por más que uno no se sienta mal por ello. Por ejemplo, qué sé yo, que un cristiano justifique el adulterio, o el homicidio, manejando incluso la Biblia a su antojo. Si el pensamiento es cierto, si la convicción que se opone al acto es verdadera, hay que modificar la conducta, y esto es algo más difícil. Otra cosa sería hipocresía. Esto, si el acto es un hábito y debe rectificarse (el Señor nos perdona, nos restaura y nos reencauza, nos hace caminar por sus sendas, y esto es incluso un motivo de oración, algo que le podemos pedir, como el salmista pedía para sí mismo, o el Señor Jesús para sus discípulos). Si se trata de un acto puntual, el hecho no tiene arreglo pero aún quedan cosas por hacer. La más importante es gestionar el otro sentimiento que aparece ahora, también muy vinculado a la conciencia: la CULPA.
Una pregunta crucial aquí es: ¿sabemos gestionar la culpa? No debemos ni poner en los altares ni demonizar o negar ningún sentimiento o emoción; las emociones están puestas en nosotros por Dios como nos ha puesto pulmones o brazos, hormonas y glándulas: para que cumplan su función.
La culpa es un sentimiento necesario si su origen es justo y proporcionado, y su finalidad es encaminarnos al ARREPENTIMIENTO; la culpa se vincula al darnos cuenta de nuestro error, y el arrepentimiento es reconocerlo como tal y decidir rectificar, cambiar, no volverlo a hacer o hacerlo de otra manera. Y el arrepentimiento, por último, debe dar frutos, debe materializarse en acciones bien enfocadas.
Debido al abuso incriminatorio de la culpa que algunos han practicado para sí mismos (Pr. 11: 17) y para los demás, culpa es hoy en día palabra tabú, e incluso se le niega validez al concepto. Y algo hay de cierto ahí: cuidado con dejar que la culpa nos consuma e inutilice, cuidado con machacar a otros pulsando sus sentimientos de culpa (ya sabemos quién es el Acusador, no nos parezcamos a ese). Pero cuidado también con negarla. Negar el sentimiento de culpa es como negar el miedo; el exceso de miedo, que nos pone en estado de alerta, produce estrés y en nuestra sociedad, en la que se carece de los peligros de antaño, ese estado de alerta constante es nocivo. Pero eso no significa que no deba subirnos la adrenalina en determinadas ocasiones. Seríamos unos inconscientes si eliminásemos de nosotros el sentimiento de miedo. Pues con la culpa es igual.

Gestionemos la culpa de manera sana: como guía al arrepentimiento sincero y activo, no como un hundimiento emocional que nos lleve a la frustración, la depresión y la atadura de manos. Y esto es algo en lo que los creyentes debemos poner cuidado. Que esto es así lo vemos muy claro en el siguiente pasaje de 2ª Co. 2: 5-11, especialmente en el v. 11, que resalto:
Pero si alguno me ha causado tristeza, no me la ha causado a mí solo, sino en cierto modo (por no exagerar) a todos vosotros. Le basta a tal persona esta reprensión hecha por muchos; así que, al contrario, vosotros más bien debéis perdonarle y consolarle, para que no sea consumido de demasiada tristeza. Por lo cual os ruego que confirméis el amor para con él. Porque también para este fin os escribí, para tener la prueba de si vosotros sois obedientes en todo. Y al que vosotros perdonáis, yo también; porque también yo lo que he perdonado, si algo he perdonado, por vosotros lo he hecho en presencia de Cristo, para que Satanás no gane ventaja alguna sobre nosotros; pues no ignoramos sus maquinaciones.
Ya hemos visto a Pablo en 1ª de Corintios dar instrucciones muy tajantes de la actitud de rechazo que deben tomar los creyentes ante algunos de mal proceder y testimonio. Aquí tenemos el caso de un cristiano que "ha causado tristeza a Pablo" por este motivo. Y este cristiano, según instrucciones paulinas, ha recibido el rechazo de sus hermanos. Esto no se hace para que se sienta mal y se hunda o se aleje, esto se hace para dejarle claro a él y al resto que observa que su comportamiento está lejos de la voluntad de Dios y que ellos, como creyentes, no pueden compartirlo ni, de momento, seguir en su compañía o darle credibilidad. Es, al contrario, una medida de amor, pues se le da la oportunidad a esta persona de DARSE CUENTA: sentir culpa, arrepentirse, pedir perdón y cambiar de proceder. Una vez que sucede esto, si Dios le ha perdonado y él, incluso, ha rectificado, ¿quiénes somos nosotros para no perdonarle del todo, para seguir siendo severos con él, para seguir rechazándole? No. Ahora toca otra cosa. Toca perdonar y toca, atención, consolar, pues quien causó tristeza al principio ahora la siente. Persistir en su rechazo, en hacerle el vacío, en tener malos gestos, reprocharle o ignorarle no tiene más sentido una vez que consigue lo que pretende: es contraproducente, es hacerle el juego al mismísimo diablo. Dios nos perdona setenta veces siete. ¿No es increíble? Esto no significa tolerarlo todo. Al contrario. Mal favor le haríamos a aquel que entiende mal o se desvía y desvía a otros en lo que claramente enseña la Palabra si no se lo advertimos y, desde luego, mal iríamos si le seguimos el juego. Pero el Señor también desea la restauración de aquel que ha transgredido y, dejándole hundido en la tristeza de su error, desde luego no mostramos para nada ser ni una pizca parecidos al propio Señor, perdonador y misericordioso, que cuando perdona, perdona, y se olvida de nuestros pecados pasados.
Es curioso y muy desagradable observar cómo algunos toman la figura de Pablo y la reducen a dogmático implacable, por contraste con la figura más amable del propio Señor Jesús, bien para tirar en contra de sus enseñanzas, bien para tomarle como falso ejemplo del fundamentalismo pseudocristiano. ¡Pablo, aquel que dijo que por encima de cualquier cosa está el amor! Hay que leerlo todo, verlo todo. En 2ª de Tesalonicenses 3: 14, 15 tenemos otro ejemplo de su "dureza amorosa" y, si sus instrucciones son muy claras y contundentes en un sentido, también lo son en el otro cuando es su momento. Aquí se está refiriendo a cristianos que, en lugar de trabajar para ganarse el pan y dar buen testimonio a la sociedad, viven ociosamente y entremetiéndose. Tras sus indicaciones, señala:
14 Si alguno no obedece a lo que decimos por medio de esta carta, a ése señaladlo, y no os juntéis con él, para que se avergüence. 15 Mas no lo tengáis por enemigo, sino amonestadle como a hermano.
No hay por qué pensar que el v. 15 sea menos importante que el 14. Realmente son un todo. En el 14 dice lo que hay que hacer, y en el siguiente cómo hacerlo, con qué espíritu. ¿La medida es drástica? Sí, y necesaria. ¿Es una forma de atacarle como persona, buscando quitarle de en medio, destruirlo, como un enemigo? En absoluto. La medida nos podrá parecer drástica, pero no deja de ser una forma de llamarle la atención como a un hermano. Un hermano es familia, y se le ama. Así es como se hace, es eso lo que dice Pablo. Él, que era entristecido por este tipo de cristiano, se compadece de la tristeza que luego siente por haberla causado, por haber recibido el rigor de la medida, y encomienda a sus hermanos entonces, no solo perdonarle, sino asimismo consolarle, animarle. Esto es amor. Y para volver a ilustrar este argumento, reafirmar todo lo que hemos dicho en este artículo y cerrarlo, leamos en 2ª Co. 7:9 ss.:
9. Ahora me gozo, no porque hayáis sido contristados, sino porque fuisteis contristados para arrepentimiento; porque habéis sido contristados según Dios, para que ninguna pérdida padecieseis por nuestra parte.
10. Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación, de que no hay que arrepentirse; pero la tristeza del mundo produce muerte.
11. Porque he aquí, esto mismo de que hayáis sido contristados según Dios, ¡qué solicitud produjo en vosotros, qué defensa, qué indignación, qué temor, qué ardiente afecto, qué celo, y qué vindicación! En todo os habéis mostrado limpios en el asunto.
12. Así que, aunque os escribí, no fue por causa del que cometió el agravio, ni por causa del que lo padeció, sino para que se os hiciese manifiesta nuestra solicitud que tenemos por vosotros delante de Dios.
13. Por esto hemos sido consolados en vuestra consolación; pero mucho más nos gozamos por el gozo de Tito, que haya sido confortado su espíritu por todos vosotros.
Texto: José Alfonso Bolaños Luque
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